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La Roseta II. Cuando la roseta causó furor en Europa.

La Roseta II. Cuando la roseta causó furor en Europa.

Acabando el S. XIX, Tenerife comienza a despuntar como destino turístico de salud entre los europeos. Muchos pudientes del continente, en su mayoría afectos por tuberculosis, encontraron en Tenerife un lugar apacible, no demasiado lejos de la metrópolis, con temperaturas y humedad relativa curativas y una idiosincrasia que los dejó estupefactos. Entre estos foráneos se encontraba un tal Sparrow, de origen británico, bastante espabilado según se desprende de la documentación histórica, quien se topó con unas labores textiles de elevada delicadeza de las que se quedó prendado.

Tales obras de arte hiladas no eran nada más y nada menos que rosetas, en su mayoría venidas de la comarca de Chasna, pero que también se producían en el Valle de La Orotava. Por fin, después de unos tres siglos desde su origen, llegaba alguien que le ponía un valor comercial al único encaje de aguja de origen español, cuya técnica había sido transmitida de madre a hija – e hijo, aunque lo confesaran a escondidas- durante siglos y cuyos orígenes estaban íntimamente ligados con la escasez de tela en las islas y con una innata intuición matemática de cuyo valor sus poseedoras no eran conscientes.

John Audley Sparrow le envió a sus familiares y amigos en Inglaterra unas rosetas que tuvieron muy buena acogida. A ese primer envío le sucedieron más y más encargos y el Sr. Sparrow, viendo el tremendo potencial monetario de esas labores de hilo, en 1901 fundó una casa de exportación de rosetas, entre otras manufacturas textiles isleñas, en el Puerto de la Cruz, ciudad desde la cual partían no pocas mercancías producidas en Tenerife.

La comarca de Chasna se vuelve el taller de costura insular. El camino homónimo, que unía Vilaflor y La Orotava, con desvíos a Puerto de la Cruz y Arona, se convierte en un hervidero de gente que va y viene cargando rosetas, a la ida, e hilo, alfileres y víveres a la vuelta. El Valle de La Orotava se suma a la fiebre rosetera y los piques –tambores que sirven de soporte en la elaboración de las rosetas- se vuelven los protagonistas de la sobremesa en los lares humildes.

Según un censo insular de principios de siglo, en una población de casi 140.000 personas se contaban nada más y nada menos que 15.000 caladoras y roseteras. El mundo rural había encontrado otro medio de subsistencia con el que ganarse unas “perritas”. Había que dar avío a la enorme demanda, pues la moda había trascendido las fronteras británicas. Ante tal cúmulo de trabajo, las mujeres de nuestro campo organizaron una prodigiosa cadena de montaje. Había quienes hacían las rosetas, quienes las unían y quienes repartían tanto la materia prima como el producto final.

Roseteras, unidoras y repartidoras se ganaron la vida durante años con una seña patrimonial, la roseta, resultado de la confluencia de diferentes culturas en un territorio donde el aislamiento insular y la limitación de materias primas dio rienda suelta a la creatividad, como sucede en muchas otras manifestaciones de la idiosincrasia canaria.

Fue así como ese entretenimiento de las mujeres y hombres del campo canario se convirtió en un auténtico producto de moda en las grandes galerías, bulevares y las mejores marcas de menaje en Europa Occidental. Fue un auténtico éxito. Causó furor en los hogares británicos, primero, y luego franceses y alemanes. La demanda creció de tal manera que llegaron a haber cerca de 40 casas de exportación en Tenerife, entre las cuales la competencia fue tan feroz que ni siquiera una década más tarde, alrededor de 1910, la prensa insular arremetía con cierta frecuencia contra el monopolio y la imposición de precios ejercidos por las casas de exportación extranjeras.

No les faltaba razón. La voracidad de las empresas extranjeras por aumentar los márgenes de beneficio, la aguerrida competencia entre las diferentes casas exportadoras y la dependencia de un único proveedor de materia prima–el hilo venía de Irlanda del Norte, monopolio en manos británicas- se juntaron a la creciente comercialización de manufacturas textiles orientales. Y desde ahí venimos batallando contra el mercado chino.

Consecuencia lógica de esta pérfida cadena de desgraciadas vicisitudes fue el empobrecimiento de las artesanas, la homogeneización y simplificación de los patrones y una pérdida de calidad e innovación que recibió su golpe de gracia con el estallido de la I Guerra Mundial.

Darío López Estévez

Fuentes:

La roseta de Tenerife. Origen y expansión”. (González, 2016)

Testimonio de Antonio Rodríguez Ruiz, maestro rosetero

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