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A la sombra de un brezo

A la sombra de un brezo

La asamblea de cada mañana había sido constituida.

La coruja y el búho chico ululaban diciendo que habían trabajado toda la noche y debían reposar. Sólo podrían quedar unos momentos a la reunión.

La perdiz moruna y la codorniz tampoco querían tardar en resguardarse porque notaban como los cazadores las espiaban y quedar a descubierto, significaba un peligro que no querían correr.

El mirlo, colocado en la rama más alta, decía no poder eternizarse porque las primeras frutas habían madurado en un jardín vecino y no deseaba llegar tarde para el desayuno.

Entre los presentes, muchos querían intervenir para reivindicar lo que consideraban ser de interés común.

El chorlitejo chico no dejaba de dar saltitos en el suelo en busca de nuevos insectos, mientras pretendía que era indispensable empezar a realizar sesiones de maquillaje para el mosquitero y el gorrión.

La abubilla abría su corona de plumas proponiendo completar dichas disciplinas con nociones de moda, mientras la pareja de herrerillos aprobaba la idea:

Nos parece evidente que hay que enseñar a resaltar los colores en nuestra vestimenta y el uso de la corbata es muy necesario en sociedad –señalaban.

Pero deberían relevarse para poder participar en las diferentes clases porque se encontraban muy ocupados en proteger a sus hijos del ataque del cernícalo que rondaba a menudo por estos parajes. En la lejanía, se escuchaba a éste manifestarse, descontento por haber sido excluido una vez más del parlamento mañanero.

¡Nos preocupan los invasores! –comentaba indignada la paloma turqué.

Cierto –añadía su compañera la paloma rabiche–, ya son dos temporadas que las ratas y los gatos acaban con mi descendencia.

La pardela cenicienta que sobrevolaba la zona decía llorando que el problema mayor para los suyos eran las luces de coches y ciudades. Muchos de sus compañeros habían muerto cegados por aquellos destellos.

Pardela cenicienta atllántica – foto Rubén Barone

La curruca cabecinegra y el reyezuelo admitían no tener este problema al vivir en el sotobosque y poder esconderse con más facilidad al ser muy pequeños:

Además aquí abundan los insectos e invitamos los interesados a compartir nuestra comida.

Yo acepto –dijo tristemente el pardillo común–, porque en las zonas de cultivo donde me muevo, los agricultores han esparcido pesticidas terribles y han provocado enfermedades intestinales dramáticas para algunos de los nuestros.

El petirrojo agradecía también la propuesta revelando que tenía familia numerosa y mientras buscaba alimento para sus primogénitos, debía cuidar de su esposa que estaba incubando otra camada.

Petirrojo – foto Miguel Fdez. del Castillo.

Familiares míos han dejado de existir por culpa del veneno.

Muchos seres humanos representan una real amenaza para la naturaleza, tiran basura al mar y una vecina mía falleció por ingerir un plástico que había confundido con un pez –gritó un guincho que pasaba por allí.

Águila pescadora o guincho – foto Rubén Barone

Ustedes hablan del mar y nosotras de las charcas –lamentaban la focha y la gallineta con aire melancólico–. Nuestros ancianos nos cuentan como antaño corrían los barrancos cuando hoy, es casi trabajo de detective encontrar puntos con agua dulce; la alimentación escasea.

Gallineta común (adulta) – foto Rubén Barone

Nuestro hábitat va desapareciendo –susurraba la tarabilla canaria.

Construyen sin cesar, nos roban nuestros hogares, destrozan nuestros campos –aseguraba con rabia el bisbita caminero.

Bisbita caminero – foto Rubén Barone

Nosotros somos inmigrantes recién llegados –recalcaban la garcilla bueyera y el martinete–, pero lucharemos con todos ustedes para la protección de estas tierras y la conservación de las aves.

Garcilla bueyera – foto Miguel Fdez. del Castillo

Y mientras el pinzón azul levantaba la vista para admirar la danza de decenas de vencejos que desafiaban las nubes, el canario y el verdecillo iniciaban un dueto musical.

Pinzón azul de Tenerife (macho adulto) – foto Rubén Barone

El mosquitero y el estornino pinto decidieron unirse en coro. El graznido del cuervo resonó en la distancia. Un camachuelo empezó a tocar la trompeta y el pico picapinos la batería. Dos cigüeñas de vacaciones en Canarias aprovecharon el entorno para declararse amor eterno al oír el triguero alzar su canto.

Cuervo (adulto) – foto Rubén Barone
Pico picapinos – foto Rubén Barone

No sé si fue la caricia de una brisa húmeda que me despertó o el batido de sus alas al volar pero los vi jugar en el cielo y desde abajo, les prometí que volvería a la sombra del brezo.

Soisick Dayot Houdy

Fotos: Rubén Barone, Miguel Fernández del Castillo y Soisick Dayot.


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