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La roseta I. Orígenes de la roseta

La roseta I. Orígenes de la roseta

No se aprecia lo que no se conoce” es una expresión que podría aplicarse perfectamente a la roseta. Si bien en los últimos años se ha intensificado la toma de conciencia sobre su valor, esta técnica única ideada por nuestros ancestros ha permanecido durante décadas no ya en el olvido, sino en un tácito desprecio que casi la lleva a desaparecer.

Con el fin de contribuir a su recuperación y la toma de conciencia de su valía por parte de la población, y en especial de nuestro visitantes, se intentará arrojar luz en esta serie de artículos dedicados a la técnica de la roseta y a su inmensurable valor.

Comencemos por hacer una distinción de conceptos. Por encaje se alude a todo aquel tejido “transparente”, normalmente resultante de un trabajo de desfilado, consistente en quitar y unir hilos de una tela. Las labores de encaje más populares en Tenerife son los típicos calados, cuyos bordes, como el de muchos encajes, suelen estar bordados, entendiéndose por tal una labor de costura en relieve. De ahí que, en español, un sinónimo de encaje sea randa, un étimo alemán que significa “borde”.

El bordado hunde sus raíces en la Edad Antigua, pero el encaje moderno surge en el Véneto al final de la Edad Media. Pronto se expande por Europa Central, llega a Flandes y de ahí, a España. En la Península Ibérica tienen especial arraigo unos encajes circulares llamados “soles” y se popularizan en Cataluña y toda la zona lindante con La Raya, la frontera portuguesa. Sin desmerecer los soles de Salamanca, de meritoria mención son los soles de El Casar, pues constituyen la tipología de encaje que llega a Canarias una vez terminada la conquista de la mano de extremeños, cuya presencia fue notable en el primer poblamiento europeo de las islas.

Muy pronto, al color blanco se le añadió el beis, para que las rosetas no lucieran tiznadas.

Fueron estos europeos quienes transmitieron a los naturales canarios los nuevos oficios que marcarían la nueva organización socioeconómica de las islas, entre los cuales se hallaba el encaje, pero éste, tal y como se había realizado hasta entonces, presentaba un pequeño problema: requería de una tela como soporte, y en Canarias, si ya se penaba para conseguir materia prima para producir hilo, figurémonos producir y adquirir tela.

El hambre –la escasez, diríamos en este caso- agudiza el ingenio y fue muy probablemente la necesidad lo que estuvo en la base de la invención de la técnica de la roseta. ¿No se puede disponer de tela? Nos arreglamos con el hilo. Y así fue.

Se prescinde entonces de bastidores y de tela y se elaboran unos tambores, llamados piques, de tamaño variable, preferentemente con superficie de cuero y no siempre circulares, donde se clavan unos alfileres que siempre ocuparán la misma posición en cada pique. Comenzando del centro, la artesana –o artesano- irá tejiendo la trama y la urdimbre de forma radial pasando el hilo por los alfileres, que siempre serán número par y guardarán la misma distancia los unos de los otros.

Ése es el momento en el que el encaje emprende, en Tenerife, una nueva vía evolutiva fruto de la adaptación a los materiales disponibles y del ingenio de las mujeres humildes. Es entonces cuando la roseta se convierte en el único encaje de aguja de origen español. Las referencias más antiguas de su presencia se han hallado en la comarca de Chasna en testamentos de finales del S. XVII, por lo que se supone que la técnica nacería a mediados de dicho siglo. Esta comarca, especialmente la zona comprendida en el triángulo entre Granadilla, Valle San Lorenzo y Vilaflor, se convierte en la cuna y principal centro de producción de esta nueva modalidad de encaje de sello eminentemente femenino y canario.

El hilo utilizado solía ser de algodón, aunque también se empleó el lino, cuyo óbice es ser áspero y dar hilos gruesos, y la seda, que aparte de su coste, requería un extremo cuidado. En cuanto al color, en un principio el hilo era blanco, pero al ser un entretenimiento en momentos de descanso en las labores del campo, muchas veces las rosetas se tiznaban. ¿Solución? Se añade el empleo del hilo beis. Una constante en cuanto a la materia prima es que, en su mayoría, siempre vino de fuera.

Típico pique circular con superficie de cuero

Las rosetas se empleaban sobre todo en la mantelería de hogares e iglesias, pero con el paso del tiempo su aplicación se fue diversificando al compás del ingenio de las artesanas. También servían como moneda de cambio para adquirir cualquier tipo de producto: café, leche, aceite, etc.

En cuanto a los piques, el cuero de su superficie procedía de las albardas viejas y se rellenaban con serrín, arroz y hasta gofio. Sin embargo, los piques rellenados con estos dos últimos materiales no solían durar mucho a causa de los gorgojos. Además, al acumular humedad, oxidaban los alfileres, así que, de nuevo, en una brillante muestra del ingenio isleño, se pasaron a rellenar con pelo humano. Problema resuelto. Ni gorgojos, ni humedad.

A las rosetas y los piques se le une finales del S. XIX, exclusivamente en Vilaflor, una especie de malla usada para unir las rosetas. Se sabe que una británica llamada Mary Edwards, que había vivido en Güímar, decidió trasladar su residencia a Vilaflor de Chasna, donde vivió hasta su fallecimiento. A Miss Edwards se le atribuye la importación del “punto de aguja de Vilaflor”, una especie de malla de aspecto refinado con el que, desde entonces, las roseteras chasneras, y sólo ellas, unen las rosetas que elaboran.

La “casa inglesa” fue un importante foco chasnero de innovación en las labores de calado gracias a Mary Edwards, que les enseñó a las mujeres chasneras el “punto de aguja de Vilaflor”.

Darío López Estévez

 

Fuentes:

La roseta de Tenerife. Origen y expansión”. (González, 2016)

Testimonio de Antonio Rodríguez Ruiz, maestro rosetero


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